Párrafos del capítulo II
La música es un arte de quintaesenciada excelsitud que emociona igualmente a los jóvenes y a los viejos: a los primeros hablándoles con la voz engatusadora de las promesas, porque todo lo ignoran; y a los ancianos que vivieron mucho y ya nada esperan, cantándoles el melancólico de profundis de los recuerdos; a veces es un arte triste, desengañado, escéptico, como un don Juan decrépito; otras modula acordes alegres, mefistofélicos, de una seducción irresistible, que arrastran a la orgía: como el dios Jano del paganismo, tiene dos caras; es el arte contemporáneo de todas las épocas, evocador de todas las remembranzas, allegador de todas las ilusiones, intérprete de todos los deseos; el arte que llora con Margarita, que muere con Traviata, que ama con Romeo, que despierta el patriotismo con Guillermo Tell, que se despide del mundo con Fernando, en La Favorita, que duda con Hamlet o, que mata con Otello...
Mercedes, como las grandes apasionadas, sentía, a despecho de su candor, algo de todo esto. Los nocturnos de Chopín y las sinfonías de Beethoven sometían sus nervios a emociones contradictorias: unas veces la acometían deseos de llorar por dolores desconocidos que parecían cruzar aleteando, como aves fatídicas, muy cerca de ella; otras, ganas de reír, de moverse, con movimientos y esguinces desordenados de bayadera lasciva, y generalmente establecía prodigiosas conexiones entre los términos y conceptos más disparejos: así, por ejemplo, oyendo un tango, recomponía un cuadro de escenas andaluzas que Gómez-Urquijo tenía en su despacho; mientras los valses, ese baile favorito de los salones aristocráticos, la recordaban una copa de Champagne, desportillada e inútil, que su madre conservaba desde tiempo inmemorial en un vasar de la cocina, como trofeo melancólico de antiguos festines. Al año siguiente Mercedes ingresó en el Conservatorio y Mme. Relder, que confesó noblemente haber enseñado a su joven discípula cuanto sabía, fué despedida...»
«...Bien pronto trabó amistad Mercedes con algunas de sus condiscípulas, especialmente con Carmen, y Nicasia Vallejo, hijas de una pobre viuda conocida de doña Balbina; y tanto por esta circunstancia, como por vivir Carmen y su hermana en la calle Mesonero Romanos, casi esquina a la de Jacometrezo, Mercedes y sus dos improvisadas amiguitas, siempre salían juntas de clase. El cariño que desde los primeros momentos atrajo a las tres jóvenes, creció rápidamente. Carmen era la mayor, Nicasia la más pequeña, y aunque una contaba cinco años más que la otra, ambas tenían el mismo carácter, idéntico geniecillo ocurrente y risotero: eran dos cuerpos muy gallardos, gobernados por dos cabecitas muy locas. Carmen y Nicasia iban solas al Conservatorio. Cuando volvían de clase, Mercedes y sus dos condiscípulas subían en grupo por la cuesta de Santo Domingo, hablando de música o comentando algún sabroso incidente que hubiese ocurrido durante la lección; doña Balbina las seguía con los ejercicios de Kalkbrenner y de Clementi debajo del brazo...»
«...Aquella tarde Mercedes se aburría, con una murria tan sui géneris,
tan absurda, que acabó por indisponerla consigo misma. Se fastidiaba de
oír las eternas lamentaciones de Chopín y los valses perversos de
Waldteufel, y cerró el piano; después se cansó de bordar, no acertaba a combinar los colores
de un ramillete que tenía entre manos, se pinchaba los dedos y arrojó el
bastidor a un rincón; luego, aburrida
también de ver las gentes que iban y venían por la calle, lanzó un
suspiro de despecho y de ahogo, y cerró el balcón. Todos sus
pensamientos se resumían en un «me aburro»... desesperante, que empujaba
a su espíritu hacia peligrosos horizontes desconocidos. Era «el cuarto
de hora» de los conflictos psicológicos, «la hora azul» de los grandes
cataclismos sentimentales, de las terribles revelaciones...»
Párrafos del capítulo IV
«...Mercedes acabó por resignarse con su suerte; pasaba
los días mano sobre mano, sin ganas de reír ni de llorar, sumida en una
embrutecedora melancolía. Cuando iba al Conservatorio, apoyada en el
brazo de su madre, caminaba lentamente, con los ojos fijos en el suelo,
segura de que sus movimientos de convaleciente, tardos, perezosos y
débiles, no habían de llamar la atención de los hombres, y que holgaba
que ella mirase a ninguno. En pocas semanas perdió la afición hacia todo
lo que reclamase algún esfuerzo; no cosía, ni bordaba; las faenas
domésticas la inspiraban horror, los libros la aburrían y los nocturnos
de Chopín yacían olvidados, empolvándose sobre el atril del piano
abierto. Siempre tenía frío, ganas de sentarse donde hubiese poca luz,
para arrebujarse en su mantón y dormir. Diríase que
en ella había muerto toda esperanza de redención; era un pajarillo
enfermo, una pobre vencida que se entregaba... Balbina Nobos llamó la atención de don Pedro acerca de esto, el anciano no hizo caso...»
Chopin - Nocturno en mi bemol mayor, Op. 9, n.º 2 Emile Waldteufel Espana Waltz, Op 236
«–Me ha invitado doña Inés, la madre de Carmen Vallejo. Hoy, cuando salí a comprar unas trencillas que necesitaba, la encontré. Estuvimos charlando tonterías, me dió muchos recuerdos para ti y me dijo que la habían regalado cinco billetes para la Zarzuela... que si quería ir. Creo que representan Marina. Su invitación fue tan espontánea que la acepté...»
«...Allí, en efecto, estaban Balbina Nobos, doña Inés y su hija, embelesadas mirando el espectáculo; por sus labios vagaba una sonrisa de satisfacción y de júbilo, que demostraba cuan grandes eran su tranquilidad y su contento. Hacía calor: un vaho asfixiante formado por la unión de tantas personas respirando a la vez, ascendía del fondo de la sala como un eructo; en los palcos muchas mujeres se abanicaban balanceando suavemente sus abanicos de plumas; en los anfiteatros la muchedumbre ofrecía un aspecto barroco y chillón: sombreros, boinas, toquillas azules, capas con embozos amarillos, blancos y rojos, pañuelos multicolores... todo desordenado y en montón, como las prendas expuestas en el escaparate de un baratillo provinciano. En todas partes resonaban ruidos de pasos y murmullos de conversaciones sostenidas en voz baja, y que llenaban los ámbitos del salón con un amenazador zumbido de enjambre. Los violoncelos lanzaban al espacio sus notas melancólicas, largas y dolientes como gemidos. En el escenario Marina cantaba:
Brilla el mar engalanado
con su manto de bonanza
Dios sus olas ha pintado
del color de la esperanza...»
«...Mercedes entreabrió las cortinas, recibiendo en pleno semblante un bofetón de calor y de escándalo. Allá, muy lejos, entre un plantío de cabezas, vió a su madre, a doña Inés y a Nicasia, que miraban al escenario embobecidas. Después, como obedeciendo la orden de algún poderoso hechicero, hubo un momento de silencio, que precede a los interesantes momentos musicales, y en el espacio vibró la voz del tenor...
Al ver en la inmensa
llanura del mar...
Marina - Al Ver La Inmensa Llanura
«...Aquella música, que recordaba haber oído cuando niña, despertó en su alma una turbulenta marejada de recuerdos: evocó sus primeras sensaciones, la casa donde nació, con sus
habitaciones desamuebladas, tan tristes, tan pobres, y sus ventanas sin
visillos, desde las cuales se oteaban vastos solares nevados,
extendiéndose en suaves ondulaciones bajo un cielo de invierno; y vió a
Mme. Relder, alta, engabanada, llegando siempre a la misma hora, y
dejando tras sí un fuerte olor a violetas... Y experimentó de nuevo les
emociones musicales de aquel lejano entonces, los valses libertinos de
Waldteufel que han rimado el loco regocijo de tantas bacanales
carnavalescas; las melodías de Donizetti y de Verdi, los dos grandes
hechiceros que aprisionaron en el pentagrama el espíritu doliente,
supersticioso y quimérico del pueblo latino; y los nocturnos de Chopín,
vagos, soñolientos, compendiando las armonías y los misterios del
crepúsculo.
Roberto peroraba enardecido, soliviantando los nervios de la muy Deseada.–Te necesito –murmuraba–, necesito de tu cuerpo para seguir viviendo... Calma, vida mía, con tus caricias, el incendio que tu belleza puso en mi sangre; dulcifica, con la miel de tus labios, el mortal amargor de los míos... Ven; no te defiendas, ven... ¡que te deseo!... Ven, ¡tengo sed de ti!...
Pero ella no le oía; soñaba...
Aquello era la repetición exacta de lo que los libros de su padre la
enseñaron; Roberto era el hombre, el amor mismo, que pide y suplica y se
arrastra, ofreciendo cuanto tiene por alcanzar de la mujer amada el
supremo bien; Roberto no mentía; su pasión relampagueaba en sus ojos, se
estremecía febril en sus manos, tremolaba en su voz; Roberto
era el bien amado por quien ella suspiró tanto tiempo, el hombre
desdibujado y anodino con quien bailaba inconscientemente cuando niña
escuchando los valses de Waldteufel, el galán que suspiraba con
Donizetti y con Verdi, el amador misterioso entre cuyos brazos se
adormecía escuchando los voluptuosos nocturnos de Chopín, cargados de
sombras crepusculares... Y era también el actor que vió en el teatro
rindiendo la virtuosa altivez de tantas mujeres, y que en aquel supremo
instante representaba en honor suyo cuanto ella había leído y deseado;
el amante irresistible que arrastró a Eva y a Matilde por la pendiente
de la tentación, y que Gómez-Urquijo, el prodigioso novelador de los
amores sensuales, la enseñó a querer...
¡Adonde váis huyendo
las ilusiones!...
Roberto y Mercedes se miraron con ansia infinita, comprendiéndose, sintiendo que sus almas acababan de besarse enajenadas por el mismo encanto musical.
Aquél era el grito eterno, desgarrador, de la juventud que se despide. La muy Deseada entornó sus párpados... El tenor cantaba con voz doliente como un sollozo:
A beber, a beber, a hogar
el grito del dolor...
Y el coro respondía briosamente:
A beber, a beber, a apurar
la copa del licor...
Brindis de Marina "A beber, a beber y apurar"
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